Autor:
Bernat
El libre albedrío es un concepto vacío que no tiene sentido puesto que no puede escapar de la tautología a la hora de definirlo. Ni siquiera los diccionarios se ponen de acuerdo en su definición, y ni siquiera las propias personas que intervienen en un debate sobre él pueden definirlo de forma concreta y concisa. Se pretende que el libre albedrío consista en la capacidad de obrar o de no obrar por propia voluntad, pero el concepto “voluntad” incurre, otra vez, en una tautología al pretender implicar la libertad de acción.
El único concepto válido para libertad es “la ausencia de obstáculos que impidan llevar a cabo nuestros gustos, deseos o preferencias”. Pero el libre albedrío va mucho más allá de la mera libertad o ausencia de obstáculos para realizar nuestros deseos, sino que implica algo imposible: la culpabilidad. Y es que la culpabilidad es otro de esos conceptos indefinibles y del que cualquier intento de definirlo incurre también en una tautología. Culpabilidad significa que alguien es culpable, y ser culpable significa que alguien tiene la culpa de haber cometido una mala acción. Pero debemos preguntar, otra vez, en qué consiste “tener la culpa”, y de ahí no salimos. Los juristas utilizan otro concepto que quizás nos ayude a entender la culpabilidad: la reprochabilidad. Aun así, dicho término tampoco puede definirse claramente. Por mi parte, lo definiría como la justificación para poder descalificar, insultar, agredir, en definitiva, para justificar nuestro odio, ira o venganza a partir de la cual, a su vez, se justifica el castigo.
Según el Diccionario Usual del Poder Judicial, se define reprochabilidad como “Carácter antijurídico de una acción que posibilita sancionar penalmente al autor por no haber actuado de otra manera, cuando tenía la posibilidad de hacerlo.” Ni siquiera los juristas pueden ofrecer una definición clara. Esa misma definición sigue incurriendo en alguna que otra gratuidad, tal como es la afirmación de que el autor podría haber actuado de otra manera. ¿Cómo saben los juristas que un individuo podría haber actuado de otra manera? Por otro lado, se dice que tal hecho “permite sancionar penalmente” al autor. Pero, ¿qué es lo que “permite” sancionar o castigar? Se supone que lo que permite sancionarlo es el hecho de ser culpable, con lo cual, volvemos al inicio.

Es incalculable la cantidad de malabarismos jurídicos y filosóficos que se escrutan entre los propios juristas y filósofos de derecho penal sobre ese tema. Es imposible llegar a un acuerdo por el hecho de que el origen de los conceptos “culpabilidad”, “reprochabilidad” o “castigo” son producto de los sentimientos viscerales, y no de un proceso racional.
All final, la culpa es un concepto forjado a partir de los múltiples sentimientos heredados de la evolución. Son todos los sentimientos que se encuadran dentro de la agresividad necesaria para defender las crías, las hembras, el territorio o los alimentos. En el ser humano, dichos sentimientos, se han sofisticado más, llegando a desembocar en venganza, sadismo o crueldad, sentimientos que difícilmente se encuentran en los animales.
El hombre, con todos esos sentimientos viscerales, necesita culpables para poder satisfacer sus ganas de reprochar, castigar, en definitiva, de satisfacer el odio, la ira, la rabia, incluso poder justificar la venganza. Pero, no es menos cierto que, a lo largo de la historia, toda esa agresividad ha servido para amedrentar la conducta no deseada de los otros, y eso es lo que se convirtió en el “castigo”. Si el hecho de agredir, sea verbalmente o físicamente, a alguien servía para disuadirlo en un futuro de cometer un acto no deseado por la sociedad, esa agresión se practicaba con la doble finalidad de satisfacer los sentimientos agresivos, por una parte, y la evitación de la repetición de los actos delictivos, por otra. No existe la culpa, por tanto, tal como la conocemos, sino que existe como justificación para reprochar la mala conducta pero desde esos sentimientos morbosos que satisfacen las pasiones más bajas en el ser humano. Pero también es cierto, que el concepto “culpabilidad” se hace necesario a la hora de aplicar los castigos que impone la ley. Necesitamos una terminología jurídica que utilice ese concepto aunque sólo exista teóricamente.
Toda esa argumentación prescinde por completo de otro hecho que, por sí mismo, elimina la culpabilidad, tal como es el determinismo. Pero, como la existencia de causas detrás de cada acción humana es, por ahora, imposible demostrarlo, me he permitido buscar otra vía de razonamiento para desmantelar tanto el concepto de libre albedrío como el de culpabilidad. De hecho, no se necesita que el determinismo sea cierto para eliminar el libre albedrío y la culpabilidad, tal como he demostrado, puesto que ambos son conceptos tautológicos que no se pueden definir con precisión, por lo que no tienen un contenido semántico claro y preciso, sino que resultan ser verdaderas “pseudoideas” o “paraideas”.
La necesidad de defender la sociedad de la delincuencia en general, a través de los sistemas jurídicos y penales, es la única justificación para el castigo. Y, además, dicha justificación prescinde tanto del libre albedrío como de la culpabilidad, puesto que tanto si el hombre es libre como si no, y tanto si es culpable como si no, no podemos dejar de castigar a los delincuentes e infractores de la ley como mecanismo de defensa social. El libre albedrío no justifica el castigo, sino que se funda en una falsa idea heredada de tiempos pasados pero que se hace necesaria para aplicar la “justicia divina” y sus correspondientes castigos más allá de la muerte. Sin el libre albedrío, el cristianismo, y cualquier religión basada en el castigo, queda hecha añicos. No obstante, insisto en que tanto con libre albedrío, como sin él, ningún castigo divino puede tener razón de ser si no tiene como finalidad la defensa de la sociedad, pero como el castigo divino se aplica más allá de la muerte, queda fuera de dicha finalidad de defensa, por lo que se convierte en una verdadera aberración al constituir un acto de crueldad inútil y, por tanto, perverso.